Redacción por Joaquín Flores
Fotos por Chugo
Si hay algo que me gusta, son las historias de redención. Y si hay algo que me gusta aún más, son las que resisten el paso del tiempo. En el caso de Juan Cirerol, la satisfacción es doble: el tipo se construyó frente a los ojos de mi generación, se derrumbó ante los de sus amigos y familia, y después volvió a levantarse, podríamos decir que se recuperó así mismo.
Recuerdo que cuando descubrí su música tenía 18 años y trabajaba en un restaurante ítalo-peruano. Yo era lavaplatos, y el cocinero —un joven con gran talento culinario, que hacía las veces de hermano mayor y guía— me acompañaba en aquel lugar pequeño, cálido y siempre lleno de comida abundante. Tan abundante que nunca notaron cuando desaparecía algún tiramisú, que yo me regalaba como bono
secreto por ser buen trabajador.
Entre montañas de platos y cantidades industriales de ajo, sonaba Juan Cirerol. En esos días La floresilla y La chola eran nuestros himnos; hoy en día suelo tararearlas sin pensar, y las he compartido con amigos y chicas a través de los años.
Me gusta creer que fui yo quien descubrió a Juan para mi grupo de amigos. Toño dice que no, que fue de otra forma mucho menos épica, una que no me involucra en lo absoluto. Pero como dijo John Ford en El hombre que disparó a Liberty Valance: “Cuando el relato es mejor que la realidad, publica el relato”. Y yo prefiero pensar que tuve todo que ver.
Lo que es seguro es que poníamos sus rolas en YouTube y analizábamos las letras, como también lo hacíamos con Nacho Vegas —a quien, por cierto, yo les presenté. Toño debe admitir que, sin mí, todo en el grupo sería David Bowie y bandas de heavy metal.
(Nota personal: no olvides describir la atmósfera. A la gente que lee crónicas le gusta saber si ese día llovía o si una nube tenía forma de otra cosa; si el aire olía a tierra mojada o a metal caliente; si se sentía electricidad en el viejo campo de béisbol junto a la subestación eléctrica. Pero, después de todo, ¿la gente realmente lee crónicas?)
Era un día con vientos que te arrancaban los recuerdos, junto al mar, en la plaza de contenedores marítimos. Un lugar que nunca pasó de moda —porque nunca lo ha estado—, pero que parece esperar la próxima ola cultural para salir a flote. El organizador del evento fue el restaurante vegano Seta Rosa.
Llegué justo a tiempo para el final de la primera parte del concierto. Ay Gregorio! abrió la velada y, según los rumores, la parte que me perdí de su participación fue entre muy bien e increíble. Yo me inclino por increíble: lo he escuchado antes.
Me le acerqué y le hice un cumplido sobre su outfit, una especie de traje vaquero que solo le queda bien a las personas muy delgadas, como él. También le dije que debería conseguir una de esas corbatas vaqueras para completar el efecto, y estuvo de acuerdo.

Llegaba el momento que todos esperábamos. Vi cómo Juan tomó su guitarra, dio un beso a su novia y se acercó al escenario con una seguridad y confianza que me recordó a aquel perro mafioso de las caricaturas de Warner Bros. —¿saben de cuál hablo? El que fumaba un habano—.
Tan pronto puso un pie en el escenario, lo perdí de vista entre la multitud que se abalanzó sobre él. Yo me quedé atrás, disfrutando en silencio. Antes habría empujado para estar al frente; ahora no. Ya he visto a Juan más de seis veces en vivo —de no ser porque hubo temporadas en que cancelaba conciertos, hubieran sido al menos nueve—.
Además, no lo vine a ver por guapo.
Aunque ciertamente tiene el encanto de esos canallas que siempre logran salirse con la suya. Disfruté cada nota, deseando estar en casa, escuchándolo en mis propias bocinas con mi novia, que prefiere quedarse allí. Ver a Cirerol en vivo es una experiencia que recomendaría a todo el mundo, pero de la cual ya no me muero por ser parte. Espero que no me lo tome a mal si llega a leer esto. Metafóricamente hablando, es como un amigo para el que estás cuando la pasa mal, y ahora que está bien, le das su espacio. Dios sabe que estuve ahí.

Para mí Juan toca casi todas las rolas importantes de su repertorio —“casi” es la palabra clave—. De su anterior concierto en la ciudad me hizo falta I Love You, pero El Perro y Sentimental (el mejor cover de la mítica canción de Joan Sebastian que he escuchado) hicieron que reconsiderara subirme a uno de los contenedores para verlo desde arriba.
Al final no hizo falta. Para verlo de cerca me lo topé en los mingitorios al final del concierto. No lo saludé: un fanático ebrio no dejaba de acosarlo y no quise que fuéramos dos.
Sus canciones hablaron por sí mismas. A través de los años hubo momentos bajos y críticas, pero nunca escuché a nadie decir que Juan no fuera un gran compositor e intérprete. Por eso dolía no verlo bien, y por eso es un alivio verlo retomar el rumbo.
No puedo dejar de mencionar el momento más especial: Juan invitó al abridor Ay Gregorio a echarse un dueto. Conozco a Gregorio y sé que ese fue, hasta ahora, el mejor momento de su vida.
La canción que interpretaron fue Hermano, la vida es bella, y en una de las estrofas —“la sociedad me excluyó y me dijo la verdad”— se disparó en mí un hilo de pensamiento que me motivó a escribir esta crónica.
El público pareció adorar la mancuerna.

Al final me quedé charlando con amigos y conocidos. No muy lejos, observé cómo Juan intentaba darle otro beso a su novia mientras el ebrio de los mingitorios les hablaba, diciéndoles que él también era músico, posiblemente siguiéndolos en dirección al auto en que partirían a su hotel. Me pareció demasiada paciencia por parte de Cirerol, pero supongo que él sabe que algunas personas brillantes a veces se presentan en versiones no tan luminosas de lo que han sido o podrían llegar a ser.
Espero que el chico de los mingitorios encuentre redención; Juan ya la está viviendo.
Joaquín Flores
Artista multidisciplinario
IG: @principe_delosgatos